EL PERRO DEJÓ DE LADRAR
Quizás, el único logro realmente incuestionable del gobierno refundidor en sus dos años y medio de gestión fue haber callado los ladridos del insufrible Perro Amarillo, que de a poquito, desde que se acomodó en su despacho presidencial, empezó a dar muestras de un proceso de domesticación que a día de hoy lo mantiene alejado por completo del ojo público.
Porque ni rastro queda ya de aquella bestia indomable que a leguas olfateaba la sangre de la corrupción y arremetía sin miramientos con su inclemente instinto canino contra todos aquellos a los que identificaba como un peligro para una sociedad catracha a la que decía que ofrendaba su labor.
Una labor de la que, sin embargo, apenas queda el vago recuerdo, porque como la buena mascota que ahora es, su función pasó a ser la de mover la colita de un lado a otro cuando ve asomar a sus amos, a quienes es incapaz de ladrar independientemente de lo que hagan, pues sabe que eso significaría perder sus puntuales raciones de Dogui.
“¿Dónde estás cuando ves que quienes te entregan los ‘verdecitos’ están haciendo de las suyas?” le espetó acertadamente el comunicador Alan Mancía, haciéndose eco del voto de silencio que parece haberse autoimpuesto Milton desde que lamió su primera suela. “¿Dónde estabas cuando salió el narcovideo del ‘familión’?”
Preguntas para las que el ministro asesor del gobierno de la refundición parece no tener respuesta, pues como todo buen perro carece por completo del don de la desobediencia cuando se trata de desafiar a quienes le proveen comida, resguardo y un desparasitante.
Y es que su silencio ha sido atronador cuando los dueños de su correa y sus siervos han salido a galope a hacer trizas la poquita institucionalidad que aún queda de las hundidas Honduras, sin importar que se trate de militares interpretando el rol de activistas políticos, de funcionarios públicos que se dejan embarrar por el narcotráfico, o de cabezas visibles del gobierno que hacen piñata con el billete del erario.
Pero qué sabrá uno de los perros si nunca ha convivido con ellos, ni sentido en el brazo su hocico húmedo demandando una caricia. Pero el tiempo pasa y tarde o temprano Milton Benítez lo sabrá, pues siempre llega el momento en que todo se estanca y los días dejan de contarse, la esperanza se desvanece. Será entonces, quizás, cuando deje de ser un perro y se convierta definitivamente en prisionero, para dejar de ladrar y comenzar a arrastrarse.
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